Todo el arte (después
de Duchamp) es conceptual (en su naturaleza) porque el arte
solo existe conceptualmente
Joseph Kosuth
Uno de los prejuicios más comunes sobre la pintura es que rechaza las
exigencias del
arte contemporáneo –discurso teórico, vinculación
social, novedad– a favor de una
práctica arcaica e inocente basada en el virtuosismo técnico y
en el expresionismo
gestual. Este es un mito basado parcialmente en su accesibilidad como un medio
tan
bien establecido históricamente que resulta democrático en su
sentido más
convencional: la pintura no excluye a aquellos espectadores ajenos a la jerga
del
discurso del arte contemporáneo, del modo en que otros medios (performance
e
instalación, por ejemplo) sí lo hacen con frecuencia. Como la
música, la pintura aspira
a independizarse de las limitaciones narrativas –el tipo de información
externa que
puede hacer que un aburrido objeto de arte visual parezca más interesante
de lo que
en realidad es. Podría pensarse en la pintura como en la contraparte
de una mala
canción con buena letra.
Como muchos de los profesionales del arte que maduraron siguiendo la llamada
“muerte de la pintura” en los años ochenta, desconfío
de ella porque, a pesar de su
apariencia masiva, es un medio que puede degenerar fácilmente en una
práctica de
solipsismo velado tras las convenciones de su legibilidad formal. Aún
así, hay pinturas
que realmente me gustan porque son agradables a la vista, o juguetonas, o raras
–
como todas esas canciones de las que no recuerdo la letra o que nunca me molesto
en
prestarles atención de entrada–. Quizás la mayor ventaja
de la pintura está en que,
cuando va más allá de sus cualidades decorativas, se hace muy
difícil de leer: Podría
ser esta tensión entre transparencia material y opacidad conceptual lo
que la hace un
medio tan complejo, viable y aún muy contemporáneo.
Como un artista que se ha movido desde su entrenamiento formal en el grabado
–un
medio inicialmente concebido para la reproducción de pinturas importantes,
pero
también fuertemente ligado a la protesta política– al video
y la instalación, antes de
establecerse en la pintura, José Luis Villablanca ha recorrido una trayectoria
inversa
que termina en una decisión valiente, o quizás masoquista, de
regresar a un medio
que la mayoría de los artistas están entrenados para olvidar.
Sus pinturas nos
recuerdan a las de Gerhard Richter con esa mezcla de abstracción y figuración
–aunque
las suyas sean más pictóricas que fotográficas–,
con las capas sobre capas de pintura
lenta y meticulosamente acumuladas sólo para luego ser removidas, revelando
el
proceso de su construcción, y con los chorreones y manchas que dan testimonio
de su
imperfección formal que, a la vez, constituyen su belleza única.
Como cualquier pintor
respetable (y como Richter, claro), Villablanca pide indiferencia hacia su contenido,
pero observación atenta de los distintos objetos –una botella de
vino, una taza de té,
un empaque de tetrapack, una guitarra– que flotan en charcos de agua o
permanecen
suspendidos justo debajo de manchas etéreas de pintura que abarcan
simultáneamente los restos de su vida y de su trabajo anterior.
Pintar es un proceso lento que consume una gran cantidad de energía física
y mental,
pero que es tacaña en sus recompensas –esto último, por
supuesto, no siempre fue así
sino más bien lo contrario, en los días previos a que las artes
visuales tuvieran que
competir con la velocidad de las imágenes digitales–. Pintar es
una práctica de hábitos
y requiere de una actividad diaria que está, quizás, menos enfocada
en las metas que
esas que se desarrollan frente al computador o en redes sociales (tanto virtuales
como
reales). En cierto sentido, se trata de un ritual diario que se acerca más
fácilmente a un
estilo de vida normal –modesto y con una calma digna–, o al menos
esa es la imagen
que viene a la mente cuando miramos esos objetos melancólicos, abandonados,
despojados de su función material y exiliados en un espacio de experimentación
formal que, podría decirse, resulta más vital en sus cualidades
poéticas y terapéuticas.
Terapéutico
es quizás una buena descripción de este trabajo –a pesar
de las
connotaciones negativas asociadas con la idea de algo que nos hace sentir bien
olvidando el peso de esos problemas reales que nunca podrán ser resueltos.
Quizás es
tiempo de desinflar algunas de las pretensiones del arte contemporáneo,
obsesionado
con su proximidad, sin precedentes históricos, a la cultura de masas
(es decir, el
mundo real) que, se supone, lo hace más útil o relevante. Justo
como esa idea
convencional de la historia, que se reduce a un escenario con eventos monumentales
–
por ejemplo, el descontento social producido por un terremoto, o el inexplicable
retorno a un orden político represivo– que niegan todos esos pequeños
incidentes
mundanos que han estado, continuamente, produciendo cambios graduales, la idea
de
esa gran obra producida para un público específico en un destello
de genio informado
es apartada a favor de un sistema más íntimo de cambios sutiles
efectuados en la
percepción de los objetos que habitan un mundo que es, con frecuencia,
más anodino.
Michèle Faguet
Berlin, 2010